Una lápida para Antonio Matea Calderón

Ante la muerte todos habitamos una ciudad sin murallas. En la noche del 13 al 14 de mayo perdió la vida vencido por la enfermedad un hombre bueno. Escritor, y editor, acelerado porque estaba amotinado contra la muerte. Al que se le pasó la vida en un suspiro. ¿Y a quién no?

Hacedor de libros que regalaba como el que reparte munición en un asedio. Al que escuché muchos sucedidos recontados con gracia, pero al que nunca oí hablar mal de nadie, incluso errando a sabiendas alguna vez al salir a defender a necios, con banda, notorios.

Lo acordamos más de una vez, la vida es un tránsito fugaz entre dos nadas eternizadas. La obra, las letras juntas, un frágil parapeto para mantenernos unos pocos años más entre nuestros semejantes. Escribió muchos libros, las “Andanzas y desventuras del llamado Raspa de las Santanas”, las “Cartas a Emilio Nuñez del Hoyo”, el “Desterrado”, el “Formulario”, “Íbamos por la tierra”, entre los últimos.

Desahuciado de su ciudad, teniendo que coger carretera y manta, tren y maleta en su caso, luego, aquellos con los que se reunió voluntariamente, engañado por su fachada, nunca pasaron de saludarlo muy de lejos. Fue un hombre cabal, amarrado a la honradez que comienza por no callarse.

Atado a la vida, insistiendo en la igualdad de todos, semejante a todos, decía que con dificultad nos verían distintos desde otra especie, la modestia fue siempre su actitud. Que la tierra o el aire del nicho le sea leve.

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